Roma


Director: Alfonso Cuarón
Drama. México. 2018. 135’. Todos los públicos.



Mucho se ha hablado ya de esta película, a la que se ha calificado con razón de obra maestra, y seguramente es porque, además de ser una cinta extraordinaria, ha descolocado tanto a la crítica como al público por dos características: es una obra cinematográfica fuera de modas y contextos actuales y porque, siendo una obra cinematográfica, no está hecha para el cine.

La segunda parte es una ruptura total y un punto de inflexión definitivo y convulso en el concepto “cine” que dará mucho que hablar y a la que dedicaré una crónica en breve. Una película producida por y para una plataforma de televisión de pago (Netflix) y que, sin embargo y después de haber sido desahuciada en Cannes, ha ganado en Venecia, se ha llevado un Globo de Oro, el Premio Forqué e innumerables premios por todo el mundo, además de estar nominada a los Oscar, los BAFTA, los Goya… es, sin duda, un hecho del que hay que hablar y reflexionar. El cine ya no se ve en el cine, el buen cine ya no se produce para el cine ¿qué pasará entonces con las salas cinematográficas? Pero está reflexión queda para un próximo capítulo. 


Cinematográficamente hablando Roma en una película excepcional, monumental, una “obra maestra”. Y no creo que el calificativo tan repetido sea excesivo porque la película recoge o recupera todo lo que para un buen amante del séptimo arte es digno de mérito: guion, interpretación, ritmo, fotografía, idoneidad, mirada… Una película que sabe retratar desde lo mínimo tanto los grandes conflictos sociales y políticos como lo más íntimo del ser humano, haciéndola épica a la vez que sencilla, magnífica y deslumbrante a la vez que sutil y sensible.

Un Cuarón en estado de gracia firma la dirección y el guion, además de aportar fotografía y montaje, y cada faceta de manera brillante, algo que eleva al director mexicano definitivamente la estrellato de los grandes directores de todos los tiempos.

La historia, como ya sabréis, se desarrolla en la complicada etapa de los años 70 en México y está centrada en la vida de una familia acomodada del barrio de Roma, en Ciudad de México, vista a través de la mirada de una de sus criadas, una india llamada Cleo e interpretada por la debutante Yalitza Aparicio, cuyo genial trabajo ha recibió innumerables premios.


La narración tiene la virtud de mostrar la vida tal y como es, sin dramatismos, sin apuntes superfluos, sin maniqueísmo ni énfasis. Con la distancia suficiente y la precisión justa para resultar creíble y verosímil, de una sinceridad y una desnudez que llevan al espectador a examinar la vida de la familia de forma directa. Esa es su riqueza y su valor, analizar sin sajar, enseñar sin escarbar, contar sin incidir, con una mirada limpia que sin embargo enseña la vida real tal cual, dramática, dura y descarnada, pero vida auténtica.

Esa forma de narrar está enfatizada por la planificación, con planos generales muy largos o notables panorámicas de ida y vuelta, muy lentas, que acompañan a los personajes por la casa mostrando el quehacer diario, los ritos y los ritmos cotidianos, con las pequeñas variantes que van puntuando los cambios y la metamorfosis de cada uno de los habitantes del lugar. La vida va pasando, suavemente, los personajes van amoldándose a las situaciones mientras la vida sigue.

Maestro del plano secuencia, con sobrados ejemplos que pasaran a la posteridad por su pericia, como los abundantes de Hijo de los hombres (Reino Unido, 2006) o el magistral plano inicial de Gravity (Estados Unidos, 2013), Alfonso Cuarón vuelva a demostrar como sacar partido a este recurso. Además de los constantes paneos de cámara un plano secuencia es especialmente relevante por el dramatismo que aporta al discurso: el plano de la playa, donde la cámara una vez más acompaña al personaje, está vez sobre tráveling, en un movimiento de ida y vuelta sobre la arena que acabará entrando entre las olas de un mar encrespado. Quizá el momento más dramático de la cinta resuelto con una sencillez formal, que no técnica, impresionante.

Es interesante también la utilización de los objetos y de los espacios de forma narrativa. Como ya hizo el maestro Vittorio de Sica en Ladrón de bicicletas (Italia, 1948), Cuarón utiliza de forma tan psicológica como narrativa algunos lugares y algunos elementos de la acción. Como los aviones que pasan al fondo de los planos o reflejados en el agua, con esa metáfora de tiempo en fuga. Pero el ejemplo más significativo es el del coche y el garaje, o lo que se usa de garaje. El padre de la familia usa un enorme coche americano que apenas puede aparcar en la angosta entrada de la casa, para lo cual necesita un montón de precisas maniobras. El director se cuida de enfatizar este trabajoso esfuerzo paterno de meter cada noche el coche que apenas cabe en ese espacio mientras la familia entera celebra su llegada. Más tarde la madre, en pleno proceso catártico por su separación, destroza el coche sin remordimientos cada vez que intenta meterlo en el mismo lugar. Finalmente, cuando ella ya está liberada del peso de la  culpa y de la ausencia, cambia el coche americano por uno europeo que entra como un guante en el zaguán. Una manera visual y psicológica de evidenciar la posición predominante del padre y el desamparo de la madre, con el consiguiente proceso de liberación final.

Pero tras las trama del problema vital de la madre, visto por los ojos de la  criada, quien arrastra y comparte su propio drama, un complejo discurso íntimo, destaca el trasfondo social y político de la película, que aquí funciona no como un telón de fondo o un decorado, sino más bien como un factor determinante y parte del propio discurso. Por un lado, la diferencia de clases. Cloe y su compañera son dos indígenas que trabajan  y viven en la casa, a las que se suma un tercer personaje en las tareas del hogar pero sin relevancia narrativa. Dos muchachas internas con pocas perspectivas de superación social. Aunque en este caso viven razonablemente bien, el personal doméstico de México es históricamente pobre y sin posibilidades de emancipación. Además, de los millones de criadas que hay en el país el 80% es indígena, lo que define muy bien un tipo de segregación soterrado y plenamente admitido que perpetua, sine die, la diferencia de clases.


Por otro lado la película muestra la revolución social vivida en el país desde finales de los años 60 y que tuvo dos momentos excepcionalmente sangrientos, uno la matanza de Tlateloco en 1968, coincidiendo con los Juegos Olímpicos, y otro el que muestra la película, la manifestación de estudiantes del 10 de junio de 1971, asaltada y masacrada por grupos de jóvenes preparados y financiados por el gobierno de la nación, el hegemónico PRI,  y por los EEUU.

Ambos argumentos no son circunstanciales y sirven al autor para contextualizar una situación que, lejos de ser una referencia histórica, ha marcado el devenir del país americano hasta nuestros días.

 Sobre Roma cabría decir muchísimas más cosas en esta crítica, como la utilización del blanco y negro, suave, alejado de contrastes, su magnífica fotográfica o su puesta en escena, tan sobria como eficaz y llena de detalles. Mucho se ha escrito y mucho más se seguirá escribiendo y es por eso que se puede afirmar sin ambages que estamos ante una "obra maestra" contemporánea, muy cercana a los referentes del cine clásico, sobre todo del neorrealismo italiano, pero que a la vez marca su propio estilo, muy contemporáneo.

Bella, sutil, enorme, magnífica… en pocas películas se pueden usar tantos epítetos sin exagerar.

Conclusión: vete a verla al cine o quédate en casa a verla, pero no te la pierdas o serás excomulgado del clan de los cinéfilos.

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