La jaula dorada

T´titulo original: La cage dorée
Director: Ruben Alves
Comedia / Francia / No recomendada para menores de 7 años /  90 min.
           
  

            Si algún calificativo merece especialmente esta película es el de “bienintencionada”. Habitualmente el término lo he utilizado de forma meritoria, pues creo que uno de los posibilidades más gratificantes del séptimo arte es el de poder rescatar al hombre de sus miserias y enredos mundanos, de sus problemas y torturas cotidianas. Pero si, además, esto es tratado con humor y la mirada curiosa del cineasta es a la vez divertida y mordaz, el cine puede llegar a unas cotas artísticas altísimas. Pensemos en dos cineastas tan dispares como interesantes: el controvertido Frank Capra de ¡Qué bello es vivir! o el  irónico y siempre afilado Billy Wilder.
            Y es que la comedia inteligente, que sabe escudriñar en el ser humano aplicando la ironía, la sátira o el sarcasmo allí donde los demás sólo ven dramas o desastres para sacar alguna conclusión o exponer algún conflicto es un arma muy eficaz para la crítica y la denuncia. Nada de esto sucede en La jaula dorada y es por esto que aquí el término "bienintencionada" tiene una acepción peyorativa, en contra de mi costumbre.


            El joven actor francés, de origen luso, Ruben Alves aborda en su primera película los temas de la inmigración y la lucha de clases, dos problemáticas unidas que han dado mucho de sí en los últimos siglos y que parecían haber alcanzado algunas cotas de superación a finales del pasado siglo. Con el nuevo milenio, sin embargo, y con la escusa de la crisis Europa ha visto como ambos retrocedían a cotas del siglo XIX. Es por eso que tema tan espinoso y candente merecía una mirada más mordaz y lúcida que la ofrecida en La jaula dorada. No se trata de que la inmigración o la lucha de clases no se puedan tratar con humor, se debe y se puede hacer, pero sin banalizarlas o minimizarlas.
            El film cuenta la historia de la familia de la portera de una casa burguesa de París. Son inmigrantes portugueses que llevan ya treinta años en Francia, donde hay registrados 800.000 portugueses, muchos en la capital, donde una mayoría de las porterías de las casas elegantes están ocupadas por mujeres lusas. En París las sirvientas han sido históricamente españolas, como reflejan películas como Españolas en París (1971) de Roberto Bodegas o Las chicas de la sexta planta (2010) de Philippe Le Guay, así que, entre unas y otras resulta que las escaleras y retretes de la clase alta parisina han sido lustrados por manos ibéricas.


            El padre de la familia recibe una jugosa herencia en su país de origen: una bodega y unos viñedos de oporto son ahora suyos, además de una casona y la cantidad de dinero que la empresa produce. Cómo la herencia está supeditada a mantener la hacienda y la bodega residiendo en Portugal, el matrimonio se ve en la disyuntiva de seguir de mano de obra en Francia, donde han vivido 30 años y donde han nacido sus hijos, o volver a su país, en donde no mantienen ya más vinculo que el emocional, para ser dueños y señores de un futuro acomodado. Todo se confabula para que la decisión se haga cada vez más difícil, pero los que más confabulan, estricta y contundentemente hablando, son los jefes del matrimonio. Repentinamente se convierten en vasallos imprescindibles, mano de obra eficaz, servil e insustituible y se afanarán en la tarea de hacérselo saber, para mayor duda de la atribulada pareja, por otra parte sometida al doble chantaje de sus propios hijos, más galos que lusos.

            El planteamiento apunta en la buena dirección, todos los componentes del guión parecen adecuados para crear una comedia sagaz y entretenida, sin embargo las ocasiones de crear buen humor se ven defraudadas, todos los gags y momentos divertidos son desperdiciados y se quedan en mera anécdota, el retrato de los personajes, protagónicos o secundarios, es circunstancial y nada profundo, el análisis de la problemática banal. Todo lugares comunes y circunstancias recurrentes hasta llegar a un final complaciente, nuevamente "bienintencionado".


            La comedia de Alves se ha visto influida, sin duda, por ese sentido del fado que parece impregnar toda la cultura lusa, con ese sentimiento melancólico tan característico, y le ha salido una película profundamente nostálgica y triste, en el sentido lírico, por supuesto. El director parece implorar perdón en todo momento, no queriendo hacer sangre donde podría merecerla con ese sentimiento "bienintencionado" al que aludía al principio; parece estar diciendo en todo momento a sus compatriotas galos; "¡eh, cuidado! que yo soy tan francés como el que más, me bebo el pastis a sorbitos y se cantar la Marsellesa del derecho y del revés".
                     

Conclusión: Pan sin sal. Una historia desperdiciada.     

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