ULISES YA NO VIVE AQUÍ. Crónica de un rodaje.- 1


Introducción.-

            Un rodaje independiente es, de por sí, toda una experiencia, pero si además se trata del rodaje de un documental en localizaciones extranjeras es, no cabe duda, toda una aventura. Y eso ha sido Ulises ya no vive aquí.
            En esta pequeña serie, a modo de cuaderno de bitácora, pretendo contaros un poco del periplo que ha supuesto el rodaje del documental.
            En realidad el proyecto deriva de otro proyecto anterior. Hace varios años realizamos una pormenorizada investigación sobre la población latina en España. Grabamos cientos de entrevistas y conocimos personas muy interesantes. Eran los años 2005 al 2007 y la economía española estaba en ebullición.
            Pero en eso llegó la crisis y mando "a parar". Los miles de inmigrantes que entraban en España se convirtieron de repente en miles que la abandonaban y que, además, muchas veces compartían viaje con españoles que buscaban trabajo en el extranjero.
            Un cambio tan radical y ocurrido en tan poco tiempo nos pareció todo un ejemplo de lo que significan históricamente las corrientes migratorias: en tan sólo una década se había producido un flujo migratorio completo de ida y vuelta. Toda una lección para los catastrofistas que creían ver cómo se entregaba el trabajo y las prestaciones sociales a manos extranjeras y cómo se diluía la identidad nacional el país. Ahora la población del país disminuye y los españoles hacen "turismo laboral" o "movilidad exterior", según palabras del Gobierno.
            Este documental, como ya he escrito en varias ocasiones, trata de esto, de las migraciones de ida y vuelta contada en primera persona, dando voz a migrantes que conocemos y a los que hemos entrevistado ya en el pasado, y descubrir qué ha sido de ellos en estos diez años. 


Primera parada, Lima.
             
            Nuestros primeros protagonistas son Verónica y Heber, ambos en Perú, así que nuestro destino inicial es el país andino.
            Cuando uno se enfrenta a una cultura nueva, su capacidad de asombro no tiene límites, enfrentándose a la realidad que se le presenta con la curiosidad insaciable y la minuciosidad de un entomólogo convulso. La inmersión cultural peruana fue a través de su capital, Lima, pero la primera impresión no resultó demasiado afortunada.
            La enorme ciudad se desborda sobre un acantilado en una maraña de calles anegadas de un tráfico ruidoso y  eternamente atascado bajo un cielo plomizo, de panza de burro, como le dicen allí. Y es que, según parece, esas son las dos principales señas de identidad de la ciudad: el tráfico salvaje y desorganizado, rápido de claxon y muy hábil con los regates de carril; y un cielo que se mantiene encapotado durante el otoño y el invierno, que no da tregua hasta el verano cuando, al parecer, la ciudad se alborota y renace con la luz recobrada. Alguien debió engañar a Pizarro cuando fundó aquí la ciudad, o es que quizá solo estuvo en verano.

            El primer día lo pasamos a bordo de la minivan que nos proporcionó el service de producción, comandado por la diligente Lisette, y que nos trasporto a través de aquella jungla endiablada, de un extremo a otro de la capital, buscando las localizaciones y los contactos que utilizaríamos a nuestra vuelta. La arquitectura urbana que divisábamos desde las ventanas de la furgoneta, o en las ocasionales paradas, era bastante disparatada: edificios sin acabar de una planta al lado de otros de cuatro alturas cubiertos de cristaleras y ornamentos fastuosos, construcciones delirantes alineadas sin sentido, un desastre que parecía venir de antiguo.
            Desde luego vimos algunos lugares emblemáticos, como el Museo de Arte Contemporáneo, pero siempre estaban invadidos por el tráfico frenético y las populares y anárquicas combis, esas pequeñas furgonetas que ejercen de microbuses saturados y que paran por sorpresa en cualquier lugar que el usuario demande.
            La hora del almuerzo nos congratula en parte con la ciudad. Paramos a comer en el Mercado Surquillo, uno de los 1200 mercados con los que cuenta Lima, y la sola visión de la desbordante y multicolor abundancia de frutas y verduras, la mayoría desconocidas para nosotros, nos redime de todo mal. Los mercados aquí son una auténtica seña de identidad y una muestra de la variedad cultural y geografía peruana, abigarrados, pletóricos, vivos y variados. En un puesto de pescado nos sirven un ceviche capaz de perdonar cualquier pecado, pasado, presente o futuro que tenga esta ciudad.

            Pero lo que realmente nos reconcilió y nos arrojó a los pies de Lima llegó al final de la jornada, cuando volvimos al hotel tras el agitado día de trabajo. Nos hospedábamos en pleno casco histórico, en la espléndida Plaza de San Martín, en el decadente y elegante Hotel Gran Bolívar, cuyo bar tiene la reputación de ofrecer el mejor pisco sour de la ciudad. ¡Y a fe mía que así es! Este cóctel, que para el neófito diré que es uno de los mejores del mundo, está realizado con el licor nacional, pisco, más clara de huevo, ralladura de limón y jarabe de goma y es una verdadera delicia aunque para nada inocente, a medio camino entre un postre y una bebida alcohólica.

            Además del encuentro con nuestro centenario hotel y su cóctel estrella la conciliación definitiva con la ciudad llegó con un paseo a pie (¡a pie por fin después de 14 horas de furgoneta!) por Jirón de la Unión, la populosa calle que une la Plaza de San Martín con la Plaza de Armas y resulta el eje principal, casi fundacional, de la ciudad histórica. Pese a la recomendación expresa de Lisette, siempre tan protectora, de que no paseásemos por la noche por el "peligroso" centro de Lima, la caminata nos ofreció la posibilidad de descubrir una ciudad populosa pero amable, diversa e interesante, estéticamente hermosa y peculiar, con su mezcla de  arquitectura colonial y la edificación opulenta y monumental de principios del siglo XX. Y, desde nuestra perspectiva y al menos en esa zona transitada, nada conflictiva.

            Al día siguiente teníamos que viajar, con todo nuestro equipo de cámara, hasta la ciudad costera de Huarmey, a seis horas en autocar de Lima (en Perú, como en otros muchos lugares, las distancias se miden en horas, lo que resulta mucho más fiable que contar los kilómetros de distancia). Decidimos el viaje en bus por dos motivos fundamentales: el primero, por seguir con nuestra inmersión cultural (e indicación reiterada de que en Perú los autocares de línea son muy buenos), y el segundo, porque en el destino nos esperaba Heber, con otro coche de producción y todo la problemática de la intendencia resuelta.
            Resultó muy complicado encontrar un bus que nos dejase en nuestro destino. Al parecer  no todos los buses que viajan al norte tienen paradas en Huarmey (o eso nos dijeron) además de que cada compañía tiene su propia estación, lo que dificulta mucho la información. Así que al final fuimos con una empresa que nos habían recomendado: Erick el Rojo. Dos cosas al menos no resultaron ciertas y el viaje no fue tan seguro, tranquilo y cómodo como parecía.
            Así que, a media mañana, este equipo de rodaje y sus quince bultos fueron saliendo de la interminable Lima con la ilusión de redescubrir plenamente a la vuelta una ciudad que ahora ya veíamos con otros ojos.  

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